La frase retumba hasta ahora en mi cabeza y para no morir de un aneurisma siento la inmensa necesidad de gritarle al mundo ¡Basta ya, estupidez humana, los cubanos en todos lados somos los mismos!
El amor a la patria y el sentido de pertenencia a la nación se van con uno a dondequiera, junto a la idiosincrasia que como cubanos nos distingue, y estos no guardan relación con afiliaciones políticas. Se puede amar a Cuba sin ser afín a la Revolución.
En adición, me atrevo a afirmar que tanto los cubanos residentes en la isla como los que viven en Estados Unidos, Australia, Sudáfrica, Irlanda, Corea del Sur y demás lugares donde han hallado cobijo, movemos los pies al escuchar la conga o el ritmo de Van Van, nos deleitamos ante un plato de arroz, frijoles negros, huevo frito y platanitos bien maduros, amarillitos. Lo mismo nos ocurre con el pan con aguacate acompañado de un batido de zapote o de mango.
Los que viven afuera al pasar por una tienda y ver ropa en promoción piensan en comprársela a alguien que dejaron en el otro lado del mar. Es solo cobrar y correr a enviar dinero a través de la Western Union para que los padres, hermanos e hijos puedan comer un bistec de cerdo al menos en el almuerzo de los domingos.
Dicharachos, bailar casino y reggaetón, chistes picantes, sensualidad, caldosa, el juego de dómino y reírse de los problemas forman parte de las fiestas en las dos orillas. En ambas salas se exhiben fotos de familia.

Bien es cierto que con la migración ha venido lo bueno, lo malo y lo regular. Hay quien llegó a la mitad del mundo a trabajar y quien vino a hacer negocios ilícitos, pero al final no deberían pagar justos por pecadores.

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