Extremadamente cansado venía Piti ese
domingo. Había pasado todo el día en la playa Siboney, luego acompañó a su
novia hasta la Terminal
de La Habana, solo deseaba llegar a casa. Apareció el camión azul rumbo a
Versalles, ¡REPLETOOO!, y se montó con esfuerzo –traducido en empuja al de al
lado, deja que te pisen y repellen, acepta el sudor ajeno y acomódate como
puedas-.
Cayó al lado de un hombre de unos cuarenta y
pico de años, mestizo, bien vestido. El señor no lucía mal, pero algo en él le
dio mala impresión a Piti. En la siguiente parada, mi joven amigo aprovechó el
poco espacio que se abrió en el vehículo y se movió hacia el fondo.
Entre los saltos del camión por tantos baches
en las carreteras santiagueras y el estupor característico de las camionetas
atiborradas de personas, el chico se adormeció. Sintió una mano tocándole el
bolsillo derecho. ¡Coño, me quieren carterear!, fue su primer pensamiento. Los
dedos, muy hábiles, se deslizaron en busca de sus testículos y ¡zas!, le dieron
un apretón de los que prenden e hieren.
Con un dolor más fuerte que el del alma, Piti
gritó: ¡Maric…, qué haces! Y se armó
tremendo sal pa´fuera. Todo el mundo le dijo atrocidades al hombre, quien
alterado decía ¡Yo no hice nada, yo no
hice nada! Pararon la camioneta y lo bajaron. Mi pobre amigo se quedó con
sus testículos ultrajados e indefensos, víctimas del acoso sexual.
María
de las Mercedes Rodríguez Puzo
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