He decidido anunciarlo públicamente: estoy enamorada de una chica. Si ustedes la conocieran, y me refiero a las personas de ambos sexos, también sentirían la atracción.
Ella no vive en la isla de Lesbos, mas tiene la maestría que
pienso tuvo Safo para enseñar. No sé explicar si llegué algo tarde a su vida,
ya contaba con 28 primaveras, o ella demasiado pronto a la mía, igual nos
acoplamos muy bien. Desde los primeros momentos de la relación compartimos
todo: “Alexanders” en la barra del Club 300, un caribe insoportable, jamones
ahumados y hasta una intoxicación por un pescado ciguato.
Admiro la voluntad con que hace las cosas y cómo se sacrifica
ante mis necesidades, a veces me altero cuando se quita algo para dármelo,
siento que se entrega demasiado. No reclama ni exige, tan solo da su amor.
Hace tiempo dejó de esperarme despierta en las noches. Me recibe
a cualquier hora para hablar de sueños, tristezas, del día y hasta de los
amantes. Solo me regaña por el constante reguero, aunque ambas respetamos
nuestros espacios.
Adoro cuando estamos tendidas en la cama y acaricio el vello
saliente de sus axilas y piernas, contar los puntos de sus cesáreas -Dios
bendiga su vientre-, y el susurrarle al oído estos versos de Dulce María:
He aquí el primer
canto que aprendí en la vida; el que aprendí naturalmente como la rosa en el
rosal, en los labios de mi madre.
He aquí también los
últimos cantos; los que aprendí después, ya no sé dónde.
A ella los vuelo
todos, signados por su bautismal sonrisa, pastoreados por su paloma inicial e
iniciadora.
A ella los vuelvo, y
le digo que desde entonces esa paloma sigue volando por mi cielo, y que no hubo
desgarrón, en todo este tirar de vida al viento, que no haya sido capaz de
zurcir el leve, luminoso –nunca cansado de desovillarse- hilo de su ternura.
María de las Mercedes
Rodríguez Puzo
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